—Déjate de joder, pelmazo. Tú sabes que me hace mal y, aun así, no piensas en esto. Eres egoísta conmigo. Y aquí quedaré solo yo, repartiendo nada a nadie. ¿Qué harás tú? Ven, acompáñame a ver la última obra de tu vida.
—Eres cruel. Sabes que soy ciego y me invitas a “ver” cosas cuando solo te acompaño. Senil y decrépito. ¿Quién te crees?
El ambiente se tornaba tenso alrededor, con toda la gente mirando cómo ambos hombres discutían a toda voz. Las tienditas que les rodeaban preferían dejar a algún tipo mirando hacia la dudosa pareja que adornaba el callejón “Bombero Ossa” y los lustrabotas comentaban lo que se les venía a la mente luego de leer un tabloide.
Jorge y Ernesto seguían discutiendo, pero amablemente esta vez. Ernesto, que podía ver bastante bien, notó que la gente ya los miraba con desagrado. Por su parte, Jorge, solo veía borrones en vez de caras, y se distrajo con un gato –él sabía que era un gato– gris, o romano, o blanco con pintas, así lo veía, distinto a cualquier paloma del centro de Santiago. Él sabía que era un gato… y el gato no hizo nada. –Cielo azul es el nombre del gato– pensó.